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Si te hago falta
¡Lee ahora el capítulo 1!
Tenía seis años cuando le pregunté a Antonia quién era mi padre. Fue la primera vez, pero no la última. La duda volvió a mí cuando tenía doce años. La última vez fue hace dos días, cuando el doctor Evans nos pidió a mí y a mis compañeros una muestra de material genético de nuestros padres para hacer un ejercicio en clase. Me quedé en blanco, incapaz de seguir sus instrucciones. Los murmullos de mis compañeros se mezclaron con mis pensamientos: ¿cómo podía explicarle que no sabía quién era mi padre? ¿Cómo podía decirle que, en realidad, ni siquiera tenía uno? La verdad era mucho más compleja y perturbadora: un secreto enterrado en el corazón de nuestra pequeña familia, en la que yo no solo era la hija de Antonia, sino también la réplica exacta de mi abuela Concha.
El ejercicio consistía en cotejar una muestra de material genético de nuestros padres para compararla con la nuestra: un pelo, una pestaña, un hisopo con saliva de la cara interna de la mejilla. La idea era poder entender qué parte de nuestro ADN venía del lado materno y qué parte del paterno. El doctor Evans —Adam Evans— era un genetista muy respetado que, a pesar de llevar más de treinta años viviendo en Colombia, todavía tenía un español muy enredado. Director científico del hospital de la universidad durante muchos años, decano de la facultad durante otros tantos. Un tipo muy brillante que, sin proponérselo, me enfrentó de nuevo a la angustia de saberme que soy una hija sin padre.
Mi nombre en la voz del doctor Evans me regresó a la realidad. ¿Está bien, doctora Araújo? Perfectamente. El doctor Evans siguió con su clase. Yo me quedé pensando de nuevo. No iba a poder hacer esa tarea porque no sabía quién era mi papá. La voz del doctor Evans era un barullo ininteligible. Ruido blanco proveniente de una figura indeterminada que garabateaba algunas letras en el tablero. Una silueta más en el salón. No le podía preguntar a Antonia. Ya lo había hecho muchas veces y nunca había obtenido una respuesta. Para ella, mi papá sólo era un donante de material genético y ya. No sé qué le avergonzaba de mi nacimiento como para querer ocultarme algo que yo tenía el derecho de saber.
Durante muchos años me sentí culpable por querer una respuesta. Me parecía que pedirle explicaciones era ignorar todo lo que ella había hecho por mí. Por mí y para mí. Me parecía que pedirle información era negar su amor por mí y si algo he tenido claro en la vida es que nadie me amará como lo ha hecho ella. Muchas veces había tenido la sensación de que no solo me amaba, sino que también me admiraba y me contemplaba como quien contempla una creación. Una suerte de veneración a la obra mediada por el orgullo del artista. ¡Mira lo que he creado! Sí. Negarme a mi padre era afirmar que solo le pertenecía a ella. Y tenía razón.


Me había acostumbrado a que nuestra familia fuéramos las dos y nadie más. Mi memoria siempre había estado repleta de imágenes de ella. El viento enamorado de su cabello. Un beso suyo en mi frente. Una risa vital que intentaba ahogar para no llamar la atención de la gente cuando yo la hacía reír en la calle. Un perfume a mandarina. El aroma dulzón y cálido atrapado en su ropa. Tardes enteras escondida en su armario. Yo arrumaba sus zapatos y me quedaba ahí con sus blusas y pantalones pendiendo sobre mi cabeza. Mi mano recorría con suavidad las telas blancas, grises, cafés, una que otra roja. Colores tierra para sugerir la idea de una mujer discreta. Siempre fuimos Antonia y yo hasta una tarde. Me escondí de nuevo en su armario. Antonia se tardó unos buenos minutos en encontrarme hasta que, por fin, recordó cuál era mi escondite favorito. Zoe, ya te dije que no te escondas así. Te me pierdes de un momento a otro y yo… yo… ¡Dios mío, si a ti te pasa algo yo me muero! Esa frase se la escuché a mucha gente, en muchos escenarios. Para Antonia era diferente. Parecía que su vida dependiera de la mía. Por supuesto que la mía también dependía de la de ella. Simbiosis. Aprendí esa palabra en el colegio y, con el tiempo, comencé a pensar que resumía nuestra relación. No éramos dos seres de especies distintas, pero, a veces, nos comportábamos así. Y esa diferencia era la que a veces me hacía pensar que, tal vez, solo tal vez, merecía que me contara la verdad de mi origen.
Me despedí de un par de compañeros y salí del salón. Entré al baño y me mojé la cara un poco. Tomé una toalla de papel y la sequé. Me quedé mirando unos instantes. Me conformaba con pensar que Antonia me dijera que yo era producto de una juerga bien tremenda, que mi papá era un donnadie con el que mi mamá había tenido un desliz, que era el resultado de una gang-bang, lo que fuera. De pronto era eso. Yo era la única persona con heterocromía que conocía. Bueno, aparte de mi abuela, pero a ella nunca la conocí: la única mujer con un ojo café y otro verde.
Salí del baño a un pasillo central de ladrillo. Puertas de madera a lado y lado. Estudiantes con bata blanca y traje mayo caminando al unísono. Las sonrisas de los custodios de la vida. La obsesión por perpetuar la existencia humana a pesar de sí misma. Una puerta de vidrio. El único edificio cuidado y prolijo. El gobierno nacional le inyectó su buena plata luego del lobby que durante meses hizo el doctor Adams para mantener la facultad de medicina. La justificación: la ciencia. Y, detrás de la ciencia, viene más plata porque, como me dijo una vez Antonia, la ciencia sólo sirve si da plata y creo que tiene razón.
El edificio de Medicina es un monolito crema de unos ocho pisos de altura. Columnas como troncos macizos soportan el primer piso. Rojos, verdes y grises. Caprichos de arquitectos y diseñadores del pasado que la pintura descascarada deja ver. El silbido del viento entre las hojas de los árboles. Las voces de los estudiantes recorriendo la universidad. El viento.
Tuve la idea de que esa era la oportunidad perfecta para pedirle la verdad a mi mamá y, si no me decía nada, tal vez podría amenazarla. Pero ¿con qué? Amenazar a Antonia con un acto de rebeldía, con cualquier atisbo de autonomía, sería un golpe para ella y yo quería dar ese golpe para que supiera que yo era alguien más que su hija.


Vuelves al armario. A un joyero de madera escondido entre los zapatos que Antonia jamás utilizaba porque no le gustaba sentirse tan bonita como en realidad era. ¿Y esto qué es, má? Un cofrecito que siempre he tenido. ¿Me dejas ver? En su momento no lo notaste: la incomodidad, la trasgresión. El mundo que era de ella ahora está invadido por tus manos de niña untadas de chocolatinas. Pero una madre tiene que compartir todo con sus hijos porque lo hace desde el momento en que su cuerpo se convirtió en tu mundo. Estiras tu mano. Encuentras uno de los pantalones de Antonia. A Antonia le gusta el color tierra. La idea de ser hecha de barro. ¿Por qué te gusta usar tanto la ropa café, má? Porque si sé que soy hija de la tierra, siempre tendré los pies puestos en ella. Mira que Dios puso entre sus manos un poco de arcilla y moldeó al hombre y a la mujer. ¿Luego la mujer no salió de la costilla del hombre, má? Eso es lo que se dice, pero antes de Eva existió Lilith. La mujer hecha de barro igual que Adán. Antonia abre el cofre sin extender mucho más su preludio. Encuentras una figura hecha en cerámica, hecha de barro. Una mujercita. Sí. Una mujercita como tú. Descubres imágenes de gente que crees conocer pero que tu mente no logra nombrar. Y lo que no tiene nombre simplemente no existe. ¿Y esos quienes son, má? Esta soy yo cuando tenía tu edad y él es mi hermano mayor: tu tío Miguelito. Pero él es muy grande. Bueno, es que él me lleva como nueve años. Antonia de vestido blanco hasta la rodilla, medias con bolero un poco más arriba del tobillo, el cabello hasta la barbilla, una diadema de flores blancas, pequeñas, como si fueran pensamientos, un cirio en la mano. Era mi primera comunión. El hermano, que ya esbozaba la adultez, de camisa blanca de manga corta y un pantalón beige o café. La foto era a color, pero ya el tiempo había borrado la intensidad de la imagen. Antonia se queda largo rato viendo la foto con una expresión de dulzura y extrañeza, como si estuviera evocando la vida de alguien más. Se permite sonreír por un momento. ¿Por qué sonríes, má? No me acordaba de esto. Antonia toma otra foto del cofre: un retrato de una mujer con un ojo café y el otro verde, el cabello castaño trenzado hasta la cintura, un vestido azul de manga corta. Esta es tu abuelita, me dice Antonia, es igualita a ti. Así vas a ser tú cuando seas grande. Exactamente como ella. Le pides a Antonia que te tome una foto con la imagen de tu abuela. Antonia saca el celular del bolsillo trasero del pantalón y te toma la foto. Abuela y nieta inmortalizadas para siempre. Si tan solo la hubieras conocido. Mándale esa foto a mi papi. Antonia cambia de expresión. No puedo. ¿Por qué no? No sé dónde está, no sé cómo ubicarlo. Tus ojos se llenan de lágrimas: no sabes si de rabia, de decepción o de tristeza. Antonia te abraza y, poco a poco, comienzas a olvidar el deseo de saber quién es tu papá. Antonia te toma de la mano y te ayuda a salir del clóset. El joyero y las fotos se quedan en él.
Sí, amenazar a Antonia con una vida propia. Eso podría resultar en algo. Salí de la Facultad de Medicina para atravesar un amplio jardín que conduce, hacia el norte, hacia los laboratorios y el hospital, y, hacia el sur, con la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas, donde Antonia tiene su oficina. Caminé un poco hasta que me detuve al ver a Alejandra. Alejandra había sido mi amiga los primeros semestres, pero después decidió pasarse a Cine. Estaba de pie junto a un enorme nogal y comprobaba, de vez en cuando, la hora en su reloj, con lo que pude inferir que era apuro o, incluso, frustración. Me dio curiosidad, porque había tenido un accidente en carro y se había ausentado el último mes. Se veía bien.
Corrí hasta ella para saludarla. Aleja, quiubo, ¿cómo siguió? Noté que tenía el cabello mucho más corto que lo usual y me pregunté si eso se debía a algún tipo de exigencia médica. No, qué pena, yo no me llamo “Aleja”. Me extrañé. Ay, marica, no me digas que el accidente te dejó amnésica como en las novelas gringas. La chica, que era exactamente igual a Aleja parecía confundida, molesta, incluso. No, yo estoy bien. Qué pena, tengo que encontrarme con alguien.
La chica siguió su camino rumbo a los salones donde antes estaba. La seguí con la mirada para descubrir que ese alguien con el que ella se iba a encontrar era el doctor Evans. Un abrazo fue su saludo. Evans y la chica que no era mi amiga siguieron hacia la facultad. Caminé de vuelta a la facultad con la naturalidad que podía tener en ese momento. Aceleré el paso para no perderle la pista.
El edificio ahora parecía una cueva ahogada en oscuridad. Un par de electricistas estaban arreglando un circuito principal del que dependía la iluminación de buena parte del primer piso. El doctor Evans y la chica tomaron las escaleras. Hice lo mismo. Después, caminaron por el segundo piso: un pasillo estrecho con los salones más grandes de la facultad y, probablemente, de toda la universidad. El pasillo conecta con otro, ligeramente más espacioso, que es donde está una parte de las oficinas de las directivas de la facultad, el doctor Evans, incluido. El pasillo da a una escalera auxiliar que se encuentra habilitada, pero que pocas personas usan y que conduce a un camino que da al hospital.
Algunos estudiantes de primer año estaban saliendo de clase. La parvada de veinteañeros en bata blanca y con gesto contrariado me hizo perder al doctor Evans. Supuse que salían de Bioquímica: esa materia era el terror de quienes se estarían haciendo a la idea de convertirse en médicos y en la que, justamente, se darían cuenta de si tenían cómo enfrentarse a la complejidad del ser humano. Antes de cambiarse de carrera, Aleja y yo estuvimos juntas en Bioquímica. Ahí aprendimos sobre la composición biológica y química de los seres vivos desde un punto de vista microscópico, y nos dimos cuenta de que, en últimas, no somos sino agua, lípidos, carbohidratos, ácidos nucleicos: una biomolécula que almacena, transmite y expresa la información genética de cualquier célula o virus. No sólo se trataba de enfrentarse a un tema de mucha complejidad, sino que, a tus dieciocho años, lo último que quieres saber es que no estás enamorado, triste o ansioso, solo que tus hormonas y neurotransmisores están jugando con tu percepción de la realidad.
Logré ver que el doctor Evans y la chica ingresaron a la oficina de la secretaría académica y cerraron la puerta. Frente a la oficina había un baño que usaban algunos profesores y casi ningún estudiante porque se asumía que sólo los profesores tenían acceso a él. Me escondí en el baño y dejé la puerta sin cerrar. Miré a través de la puerta entreabierta por veinte minutos. Al cabo de ese tiempo, vi que ingresó una chica que se parecía mucho a la primera y, a la hora, Aleja, en muletas: la misma estatura, la misma complexión, la misma nariz aguileña. Todas tenían un corte de cabello ligeramente distinto. Había dos mujeres idénticas a mi amiga y no entendía por qué.