El contacto
Cuento ganador del segundo lugar en el Concurso Nacional de Cuento - Fundación La Cueva (2022)


La idea era aparecer entre los matorrales tan pronto escucháramos las palabras “Hermanos mayores, aquí estamos”. No importaba si teníamos que esperar una, dos o cinco horas entre la selva corrosiva. Entre la manigua y las alimañas sedientas de sudor y sangre. El Contactado, como se hacía llamar el tipo que nos contrató, debía esperar el momento adecuado, la efervescencia plena de los asistentes, para que nosotros hiciéramos nuestra entrada triunfal. Éramos el plato fuerte. La conclusión de una semana de charlas de autoayuda y autosugestión que unos cincuenta incautos habían tomado. De nada servía que El Contactado les hiciera creer que eran especiales, con un aura prístina, a una meditación trascendental de conquistar el Nirvana y dejar atrás su realidad corpórea si estas personas, deseosas y anhelantes de respuestas, no nos veían. Y eso que El Contactado llevaba veinte años sosteniendo la mentira sobre la cual se edificaba su vida y solventaba sus deudas: haber sido abducido por los extraterrestres. El hombre nunca nos dijo con certeza si eso era cierto y si había sido el resultado de un mal viaje con hongos cuando tenía unos catorce años. El caso es que la verdad de su narración superaba la ficción de su experiencia. Cuando contaba con minucia la forma en que “Los Hermanos Mayores” lo invitaron a su nave espacial cualquiera –hasta yo– le creía. Y en un mundo en el que las personas debemos lidiar con la dolencia de una existencia dedicada a pagar cuentas, la experiencia supranatural de El Contactado era más que bienvenida.
Eran las cinco de la tarde y estábamos en medio de la ciénaga, entre el río Jeréz y el mar, que por esa época del año andaba molesto por los fuertes vientos que venían de más al norte. A mí me habían contratado porque era rubia. Mi mamá era rusa y su genética había prevalecido en su descendencia. El Contactado le había dicho a los Aprendices, como les decía a los clientes que por años había estafado con falsos contactos extraterrestres, que en ese punto había un “ovnipuerto”. Les había vendido la idea de que una semana de yoga y una generosa contribución monetaria a su fundación, les volvería merecedores de conocernos a nosotros, los Hermanos Mayores. Yo llevaba meses sin trabajar. La última vez que había pisado un escenario había sido antes de la cuarentena y ya hasta se me estaba olvidando bailar. Amaba bailar. Por lo general no se me daban mucho las palabras. Pero el baile me transformaba en una entidad inmaterial. La paga era poca, aunque la satisfacción era mucha. Habían pasado ya varios meses sin que abrieran los teatros y era mínimo lo que una bailarina podía hacer por esos días. Daba clases a amas de casa enloquecidas con el tedio y el retorno a su hogar. Habían retomado su vida y sus carreras meses –años– atrás, para verse de nuevo en la obligación de compartir espacios con sus hijos, con sus maridos: unos completos desconocidos. Y se refugiaban en el baile para convertirse en entidades extraterréneas. Un paso. Un giro. Un movimiento ondulatorio. Un reconocimiento de sí mismas.
Acabó el curso y me quedé con las deudas respirándome en la nuca. Ahí me encontré, de repente, con una oferta que más parecía una invitación a prostituirse que otra cosa. Pero ante la angustiante posibilidad de que tener que inventarme cualquier labor indigna para sobrevivir, me presenté a la entrevista de trabajo. Me recibió un tipo costeño, menudo, inofensivo. Me dijo que se llamaba John Jairo Cotes y que tenía mucha experiencia en ventas y mercadeo. También me dijo que le parecía muy particular, que eran muy pocas las rubias como yo. Ese día me presentó otros dos hombres tan rubios como yo: Alex, un muchacho paisa grafitero de unos veinticinco años que le sacó sus cabellos dorados a su abuelo alemán. Llevaba en su brazo un decolorado tatuaje de Porky vestido de diablo que decía “Creo en Cristo”. Y Miguel Andrés, un peladito boyacense que hablaba poco y se reía menos. Tendría, a lo sumo, unos dieciocho años. En alguna oportunidad me contó que quería ser odontólogo y que estaba ahorrando para estudiar en Estados Unidos, donde vivía su mamá. Aquí vivía con una tía, mientras la mamá lograba arreglar su estatus migratorio y mandaba por él.
Alex y Miguel Andrés habían trabajado con John Jairo, El Contactado, unos dos años. Nuestro jefe había reclutado y liquidado tríos de rubios en dos décadas de contactos simulados. Una vez llegaban a los cincuenta, los despachaba. Nunca supe por qué. Yo reemplacé a un cuarentón que le dio un infarto una mañana mientras trotaba. Era holandés y vivía hacía unos diez años en Colombia. Me sentí un poco abrumada por la noticia. Se me metió la idea de que iba a tener el mismo destino del holandés solo por haberlo sustituido. Pero El Contactado me aseguró que eso no iba a pasar y que el hombre, a pesar de ser muy deportista, le gustaba mucho el chicharrón y ese era, precisamente, su talón de Aquiles.
Nos reunió en un pequeño salón comunal en un conjunto residencial. No me quedó muy claro si él vivía ahí o había alquilado el lugar para hacer la “Comunión” como él tituló la charla que tuvimos. Ya Alex y Miguel Andrés sabían lo que tenían que hacer. Yo… yo solo era una rubia que no terminaba de dilucidar lo que pasaba.
–Somos pleyadianos –explicó Alex con su tonada paisa.
Pregunté a qué se refería. El Contactado, dueño de la verdad extraterrestre, me explicó que la idea es que los tres interpretáramos el más grande anhelo de las personas que él lideraba: un contacto extraterrestre. Intenté contener la risa al ver la seriedad con la que el Contactado me indicó qué debía decir y hacer. En principio, me ofendió la idea de jugar con la fe de los crédulos. Si es que a eso se le podía llamar fe. Pero luego de pensarlo, me di cuenta de que eso era exactamente lo que la Iglesia había hecho por siglos. Yo no tenía mayor formación que la de un sacerdote promedio, pero tenía más conexión con los pleyadianos que un cura con Dios. O un couch de esos que tanto abundan por estos días.
El Contactado nos mostró durante semanas videos de otros supuestos pleyadianos para que aprendiéramos a imitar sus gestos, su mirada, su mínima voz. Le pregunté por qué, si sí existían los tales extraterrestres, nosotros los teníamos que imitar.
–Porque la humanidad está condenada a que nunca vuelvan más –dijo.
Su respuesta me pareció oscura. Pensé en que, claro, él sí creía en su contacto y, más aún, creía en que estaba haciéndole un servicio a la humanidad. A cambio de unos muchos pesos, por supuesto. Nos puso a repasar todo el número en el salón comunal hasta que lo consideró perfecto. Estábamos listos para ser los Hermanos Mayores. Comencé a preguntarme si, tal vez, sí éramos pleyadianos y hasta ahora nos dábamos cuenta.
Cuando ya estuvimos listos para el encuentro, El Contactado organizó una especie de retiro espiritual ovni en Palomino, Guajira, por ninguna otra razón más allá de que le gustaba el lugar. Y en un claro, a orillas del río, reunió a los crédulos en torno a un enorme árbol detrás del cual debíamos aparecer. Los efectos especiales y la mística corrieron por cuenta de un alucinógeno que nuestro particular jefe les ofreció a los incautos contactados. El tipo llevaba tiempo ya vendiendo las mismas luces y sombras. Pero, año tras año, había logrado perfeccionar su número hasta el punto en que la gente reservaba un lugar en el contacto con meses de anticipación. La promesa era encontrarse con el sosiego que podía dar un extraterrestre benévolo y compasivo. La antípoda de un ser humano.
Y allí estábamos: vestidos con un enterizo de látex azul metalizado. Nos tocaba hablar poco y movernos entre los arbustos apenas sugiriendo nuestra presencia. La clave de todo el montaje estaba en hacerles creer que los observábamos, que los aceptábamos y que pronto los llevaríamos con nosotros. El Contactado reunió a la gente y le hizo tomarse de las manos, beber del mismo totumo, cerrar los ojos y repetir al unísono: Om mani padme hum, que, según supe, nada tenía que ver con los pleyadianos. Era un mantra del budismo. Estaba convencida de que esa gente lo sabía, pero sus atribulaciones y la incomodidad de su propia existencia la había hecho refugiarse en un hablador de mierda que les ofrecía salvación eterna. Iglesia, couching, PNL, meditación trascendental o un libro de dietas en la fila del supermercado: la misma vaina.
El Contactado les pidió que oraran con fuerza, con bondad, con pureza, que esa pureza sumada a su contribución monetaria había llamado la atención de nosotros, los pleyadianos. Oraron unidos en un cántico hipnótico unos cuarenta minutos, pero el calor era insoportable y el jején ya estaba distrayendo hasta los más piadosos. El látex no ayudaba. No nos iban a creer que éramos seres hechos de luz y no de un cuerpo orgánico si sudábamos como un cerdo. Me pasé la manga por la frente para contener el sudor, pero no fue suficiente. El Contactado estaba esperando a que los narcóticos hicieran su efecto y obligaran a la gente a despersonalizarse, a creerse uno con el medio ambiente. La gente ya estaba en éxtasis.
–Hermanos Mayores, aquí estamos –gritó a la oscuridad El Contactado.
De inmediato se escucharon risas y también llanto. Un crisol de emociones exacerbadas producto de la ayahuasca, la histeria colectiva y el deseo de irse de esta tierra para siempre.
Salimos de entre los árboles con sutileza y sonreímos. Los creyentes, maravillados, comenzaron a aplaudirnos. Una mujer no soportó la emoción, se soltó del círculo y corrió hacia mí con la necesidad de comprobar si era real. Me asusté y me eché para atrás. Se decepcionó tanto de mi reacción, que cayó sobre sus rodillas y comenzó a llorar. Normalmente no sabría qué hacer con las emociones de alguien más, pero la vi tan mínima, que me agaché a su altura y la abracé. Mi abrazo saciante la hizo agarrarme las manos y besarlas.
–¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias! –exclamó.
El Contactado advirtió la cercanía de la mujer y la separó de mí lo más rápido que pudo. Lo último que vi de ella fue su mirada de alivio. Me sentí culpable. La mujer contaría toda su vida que abrazó a un extraterrestre y recibiría las burlas de sus conocidos. Pero para ella esa tarde en Dibulla había sido definitiva para su vida. Decisiva.
Me regresé a la selva con los míos y perdí de vista a la mujer y al resto del grupo que seguía orando entre lágrimas sanadoras. Era una terapia colectiva de gente que podía pagar una plata para quedarse una semana en el mejor hotel de Palomino y culminar su experiencia con un encuentro cercano del tercer tipo. Y en esas estaban los Aprendices, agradeciéndole a los cielos, al Creador y El Contactado la posibilidad de compartir ese momento, cuando se empezaron a escuchar unos disparos.
–¡Los paras! –gritó Alex.
–¿Qué?
–¡Esta selva está cundida de esos hijueputas! –secundó Miguel Andrés.
Los hosanas y las alabanzas rápidamente se transformaron en gritos y peticiones de auxilio. Alcancé a ver cómo un tiro le perforó la sien a la mujer que me había abrazado. Me paralicé a medida que veía más cuerpos desplomarse sobre el piso. Alex me tomó de la mano y me llevó corriendo hacia la noche que se asomaba. Los disparos se seguían escuchando a lo lejos. Y los gritos. Y la esperanza de dejar este mundo en compañía de los Hermanos Mayores. Y la esperanza, solamente. Sentimos detrás de nosotros los pasos de botas pantaneras o militares. No era muy fácil determinar la diferencia en ese momento. Oí a lo lejos un “por ahí se fueron”.
Alex siguió abriéndonos paso entre la selva. Escuchaba uno que otro disparo, los grillos, el río y mi propia respiración. Todo entre mezclado y lleno de incertidumbre y muerte.
–¿Y Miguel? –pregunté angustiada mientras corríamos.
Alex no respondió. Ya su silencio fue suficiente respuesta. Cruzamos el río por el lado más pando. El agua me llegaba a la altura de los muslos, de la cintura, de los senos. Me quejé del frío y de cómo el agua de la sierra me estaba ganando la partida. Alex seguía sin decir nada. No me soltó un instante y me llevó hasta la otra orilla. Él conocía muy bien el lugar; no era la primera vez que hacían el timo de los extraterrestres, pero sí era la primera vez que las balas se le atravesaban. El río cruzaba por debajo de la carretera. ¿Qué le molestó a esa gente? ¿Los cantos? ¿La ayahuasca? ¿Llevar a un montón de personas a una zona controlada por el narco? Lo único en lo que pensaba era en que debimos haberles pedido permiso. Pagarles una plata, un alquiler. Seguro le habían metido su tiro a El Contactado. O, a lo mejor, él había sido el que había sapeado a los demás. El que nos había sapeado. Quién sabe. Cerré los ojos por un instante; aún sentía la presencia del hombre armado detrás de nosotros.
Alex me señaló un improvisado camino en piedra para poder salir a la carretera. No estábamos a salvo. Nos miramos. Pensé de nuevo en Miguel Andrés, y en El Contactado. ¡Hijueputa! No nos había pagado. La ironía de sobrevivir –hasta el momento– para enfrentarme a las deudas que me esperaban en casa. Desde la carretera se alcanzaban a ver los fogonazos de las balas. La luna se alcanzó a colar en el atardecer. O, más bien, el sol se alcanzó a colar en el anochecer. A esa gente no le dieron ni la posibilidad de culminar el día. Al otro lado de la carretera se alcanzaba a vislumbrar una sombra armada. Nos apretamos la mano en una señal de despedida. Alcé la mirada porque la luna me pareció particularmente brillante. Alex la miró también. Nos sorprendimos cuando se comenzó a volver cada vez más brillante, más cercana, más presente hasta cubrir el firmamento por completo.
–Esa no es la luna –dije instantes antes de que todo se convirtiera en fulgor.
Alex negó con la cabeza, sobrecogido.
–No.