Aquí está mamá
Cuento ganador del concurso de la revista Letraheridos (España)


Esta mañana un cuervo tocó a la puerta de mi casa. Yo estaba esperando a la cigüeña, realmente. Me sorprendió verlo ahí en el tapete de la entrada. Llevaba en su pico, envuelto en una sábana, a quien pensaba era mi bebé. El cuervo me miró como advirtiendo una urgencia. Abrió el pico, levanté la sábana y liberé al ave del peso de cargar a un recién nacido. El cuervo sacudió sus alas con elegancia y ordenó sus plumas. Tenía un pico negro, robusto. Un pico hecho para sostener bebés. Los ojos eran solo pupila. Unas esferas negras que me sostenían la mirada. La criatura envuelta en la sábana empezó a moverse en mis brazos. Caí en la cuenta de que, claro, había estado tan concentrada en el cuervo que había olvidado descubrir la identidad de mi hijo.
Desaté la sábana. Contuve una expresión de extrañeza al descubrir quién estaba ahora a mi cuidado. Compartía con un ser humano la misma fragilidad y necesidad de protección. Era lo único. La piel cubierta con un grueso pelaje negro, el rostro felino, cuernos que se desprendían de su frente, un par de alas delgadas: unas membranas que permanecían recogidas, detrás de su espalda, cola de vaca. Dormía con la convicción de mi abrigo. ¿Esto qué es? Este no es mi hijo. Traté de hacerle el reclamo al cuervo en voz baja. No quería despertar a la criatura. El ave detuvo su mirada en la nomenclatura de mi casa. Después, me miró a mí, graznó y, con su pico, escarbó entre sus plumas y sacó un papelito enrollado que me lo acercó con una de sus patas. Me agaché a la altura del pájaro. Apoyé a la criatura sobre mi brazo izquierdo para liberar mi mano derecha y pude desenrollar el papel. “Lilith”, leí. Sí, soy yo, pero este no puede ser mi hijo. Seguramente usted tenía que dárselo a una mamá que luciera más como… él… ¿ella? Esto. Más como esto. ¡Mírelo! No es humano. El cuervo graznó de nuevo, como insistiendo en que no había equivocación. ¿Pero yo qué voy a hacer con esto? ¿Dónde está mi hijo? Graznó de nuevo. Entendí a la perfección que, según ese cuervo, esa criatura que tenía en brazos era mi hijo. Y, así, tal cual como me lo había dado la naturaleza, debía aceptarlo. El cuervo alzó vuelo y desapareció entre un cielo claro, tranquilo. Un cielo que hacía que el cuervo se viera como un punto negro rumbo hacia la inmensidad.
Entré a la casa con la criatura en brazos. No me atreví a pensar si era varón o hembra. La parte baja de su cuerpo estaba cubierta con un pañal de tela, atado con cuidado. Cinco dedos en cada mano con unas uñas largas, unas garras. Pezuñas en lugar de pies. Un instinto me llevó a recorrer el tabique de su nariz con mi dedo. El pequeño se tapó la cara como reflejo a mi contacto y me pareció que su reacción había sido la respuesta más honesta que jamás había visto. Acaricié la cabeza peluda y, de inmediato, comencé a escuchar un sutil ronroneo, como si se tratara de un gato a gusto con la protección de su amo. Me senté en una mecedora frente a la ventana. Era un día soleado. Afuera, unos niños jugaban a perseguirse los unos a los otros. Las risas infantiles no parecían perturbar el sueño del pequeño. Pensé en que había viajado de muy lejos y estaba rendido. Dormir a estas horas solo podía implicar llanto nocturno y desvelo para mí. Dibujé una línea con mi dedo desde su frente hasta sus orejas, puntiagudas y peludas como el resto de su cuerpo. Me arriesgué a acercar mi nariz. El olfato es un sentido que nos conecta desde la distancia y tiene el poder de materializar el pasado casi de manera instantánea. El pequeño me dio un olor a almizcle, como el de los caballos, mezclado con algo dulce, tal vez miel. Aspiré y me llené por completo de un aroma parido por un fauno. Me alejé un poco para verlo en su completitud. Aún dormía. Me pregunté qué clase de niño era ese y por qué era yo la encargada de maternarlo. Abrió los ojos y me encontré con unas esferas doradas con una pequeña línea en la mitad que hacía las veces de pupila. Los ojos se quedaron mirándome en un intento por reconocerme. Yo soy, amor: mamá. Le sonreí. Le sonreí como le pude haber sonreído a mi hijo humano. Enseguida, el pequeño despegó los labios y me regaló una sonrisa de dientes puntiagudos. Dios del cielo, ¿cómo será amamantarte? Bueno, supongo que ser madre parte por el reconocimiento del dolor. Acerqué mi mano para acariciarle la frente y el pequeño apresó mi índice con su mano completa. Sí. Me reconociste. ¡Soy tu madre! De nuevo la sonrisa dentada. Sus pupilas se expandieron. Las esferas doradas rebosaron vida. Me sentí feliz con mi pequeño.
Miré la hora en mi reloj. Aún quedaban un par de horas hasta que mi marido regresara. Sabíamos que la cigüeña… bueno, el cuervo, llegaría esa semana, pero no exactamente cuándo. Estaba segura de que se pondría feliz al ver al pequeño. Y, si no se ponía feliz, por lo menos sí se sorprendería. Ambos habíamos deseado un hijo. Hicimos el papeleo, compramos la ropa, adecuamos una habitación. Era un hijo deseado y los hijos se aman sin importar si los trae la cigüeña o el cuervo.
Llevé al pequeño al baño. Mamá me había regalado una tina amplia para darle su primer baño. Recuerda que tan pronto la cigüeña te traiga al niño o a la niña, debes darle un baño. Esas aves vuelan de un lado a otro y uno no sabe qué se le puede pegar al muchachito. Dejé al pequeño acostado en un moisés. Abrí la llave del agua caliente y llené la tina. La combiné con agua fría y fui probando su temperatura hasta que fuera agradable. Un ambiente húmedo y cálido. En la agencia de cigüeñas nunca nos dijeron de dónde salían los niños. No nacían de sus huevos, eso estaba claro. Tal vez en Asia había un cultivo de niños. Escogían a los más sanos y esos eran los que la agencia de cigüeñas terminaba comprando. Me pregunté si ir directamente al cultivo habría hecho más fácil y más económico el proceso. El agua estaba lista. Ya te voy a dar tu primer baño. Vas a ver lo rico que está. Miré la botella del champú con el que iba a bañar al pequeño. Pensé que era más adecuado usar el del pequinés que mi marido tuvo desde antes de que nos casáramos.
Le quité el pañal de tela al pequeño. Lo sostuve con mi brazo entero. Le sumergí con cuidado primero las pezuñas, la barriga, los brazos. El pequeño hizo una expresión de desconcierto y luego de placer. ¿Te gusta, cierto? ¿Verdad que está rica la tina? Palmoteó el agua deleitándose. Ya, no te muevas mucho que no quiero que te sumerjas completo. Agarré un tazoncito, lo llené de agua y le mojé la cabeza, la cara, las orejas. Vertí el champú en su panza. Dibujé círculos hasta que se hizo espuma y extendí la espuma por todo su cuerpo. Llené de nuevo el tazoncito con agua limpia y le fui quitando la espuma. ¡Dios! Voy a tener que pasarte el secador para que no te dé gripa. ¿Amor? Escuché a lo lejos. ¡Aquí! ¡En el baño! ¡Entra que te tengo una sorpresa!
Mi marido abrió la puerta con la seguridad de quien posee una casa y todo lo que hay en ella. Su mirada se centró en mis brazos. Ven y conoces a tu nuevo hijo. Mi marido, ahora convertido en padre, se acercó a reconocer a su heredero. Se asomó a la tina para ver mejor al pequeño. ¿Qué es eso? No era desagrado lo que había en sus ojos. Era terror. ¿Eso? ¿Eso… qué? ¡Eso que estás cargando! El terror que surge ante la ausencia de la vida. El terror de enfrentar la animalidad y la finitud. Él es tu hijo. Llegó hace un par de horas. ¡Deshazte de esa cosa ya! Una mirada en la que coincidían el terror y el odio, nueva para mí. No, no puedo. Es nuestro niño.
Envolví al pequeño en una toalla. Se sintió protegido, inmune ante el desprecio paterno. ¡Si no te encargas tú, me encargo yo! Agarró al pequeño y lo llevó a la sala. El pequeño chilló asustado, convencido de que no era un abrazo sino un castigo lo que recibía. ¡Suéltalo, le haces daño! Mi marido cruzó a la cocina, abrió la gaveta y sacó un cuchillo. ¡Ni tú ni nadie debería encargarse de cuidar esta cosa! ¡No! Descubrió al pequeño, aún húmedo. El pequeño tiritó del frío y del temor. Mi marido empuñó el cuchillo. Mi hijo desplegó sus alas y se elevó por el aire. Abrió las garras de sus manos y le atestó un rasguño en el cuello. Grité con dolor y con furia. No pude moverme. Mi marido se desplomó sobre el piso, con su mano izquierda en el cuello. Me pareció que la sangre colonizó de a pocos el porcelanato blanco de la cocina. Nos tardamos tres meses decidiendo qué tipo de piso íbamos a ponerle y, al final, cedí. El pequeño se posó sobre su padre y le hizo otro zarpazo en el vientre. Un zarpazo profundo. Le vi meter la garra entera entre las entrañas, sacarlas y devorarlas. ¡Deja, deja a papá quieto! El pequeño me miró y soltó las tripas. Voló hacia mí y lo recibí en mis brazos. Tomé una toalla de cocina, le limpié las manos, la boca. No, pero ¿cómo te vuelves así? ¡Si te acabo de bañar! Soltó un gruñido, avergonzado por la transgresión. Me abrazó y escuché un chillido, un llanto felino. Ya, ya. No llores. Aquí está mamá.